23:30 horas, 25 de abril de 1198.
Alrededores de la ciudad de Klausenburg
Nueve días habían pasado desde que abandonaron la ciudad de Buda. Los caminos estaban normalmente desiertos y la visión de las dos caravanas a toda velocidad por la noche, unida a la superstición de los habitantes de la región, les permitió avanzar sin ningún encuentro de interés.
La diligencia que abría la marcha, la compartían Michael de Beauchamp y Pavlov Vozniak. Viajando en la otra Juan de Córdoba y Gerhard Wolf. Los asistentes y guardias ocupaban las zonas exteriores de las caravanas, quedando los esclavos encerrados en el remolque de la caravana trasera.
Avanzaron en la oscuridad durante unas horas, siguiendo los caminos hacia el norte, hasta que las caravanas aminoraron la marcha e informaron a los señores de la noche que estaban llegando a Klausenburg, la única ciudad que se encontrarían hasta Bistritz.
Tras comentar si debían de parar en la ciudad, decidieron hacer un breve alto para avituallarse antes de continuar, y así llegaron hasta la muralla que custodiaba la entrada.
Juan, bajo de la caravana para acercarse a pedir que les permitieran la entrada, pero Gerhard desdeñó inmediatamente la idea, ordenando a Harold su asistente personal que se encargase de todas las gestiones para acceder a la misma.
Harold descendió del carromato y dirigiéndose directamente a los guardias del torreón que custodiaba la entrada pidió que abrieran los portones. Comentó que sus señores eran importantes mercaderes que viajaban al norte y la noche les había pillado en mitad del camino. Con desgana y después de contestar un par de preguntas rutinarias, las puertas se abrieron y avanzaron hasta el interior de la ciudad.
Las casas de Klausenburg eran de madera y argamasa. Muy distintas a las construcciones que habían visto en Buda. Las calles eran de barro y la casi inexistente iluminación revelaba una ciudad desierta ante ellos.
Decididos a conseguir alguna presa más, Pavlov decidió encargarse de la caza, adelantándose en las oscuras calles y dejando atrás a sus compañeros de viaje.
El Tzimitce andaba en silencio, protegido por la oscuridad cuando un haz de luz llamó su atención. Desde un estrecho callejón cercano, dos mendigos se acurrucaban en torno a los rescoldos de un fuego que agonizaba por el frío.
Se acercó con el sigilo que acompaña a la muerte y tocó con apenas las yemas de los dedos el cráneo del desdichado que le daba la espalda.
El grito de dolor rompió la quietud de la noche. Los huesos de la cabeza del mendigo habían crecido rompiendo el cuero cabelludo, alargándose unos centímetros como unos burlones cuernos de sátiro allá donde Pavlov había tocado.
El compañero de la víctima, al verla caer al suelo con la cabeza ensangrentada entre las manos y la imponente figura de Pavlov con su particular sonrisa sádica mirándolo fijamente, huyó aterrado dejando tras de sí la dantesca escena.
Estudiando el cuerpo retorcido de dolor, el Tzimitce quiso ir más allá, ver hasta donde sus poderes eran capaces de moldear la carne y el hueso. Acercó sus manos hasta el pecho desnudo del mendigo y cerrando los ojos comenzó a sentir el calor de la sangre entre sus dedos mientras las costillas iban doblándose ante la presión de sus movimientos.
Alertados por el escándalo, Michael y Juan se dirigieron con velocidad hacia el origen del ruido preocupados por si la guardia podía haber oido, como ellos, aquellos chillidos de dolor.
Los alaridos de dolor habían dado paso a un leve gorgoteo que escapaba desde los expuestos pulmones del desdichado mendigo. Pavlov sentía como el poder de su sangre le había permitido experimentar una de las sensaciones más maravillosas que había tenido. En aquel momento entendió la fascinación por el cambio físico y como a través de la metamorfosis es posible crear o destruir.
Tras modificar los cambios que había producido en el inerte cuerpo y dejarlo tal cual estaba antes del encuentro, salió del callejón y fundido en las sombras comenzó el trayecto de vuelta hasta la caravana.
Sus compañeros, que buscaban el origen de los gritos, lo vieron caminar entre la oscuridad y Juan, decidido a que aquella situación no se volviera a repetir, se encaró con el Tzimitce, retándolo mientras lo cogía del pecho a no volver a ser tan descuidado y provocar una situación peligrosa de manera gratuita.
Pavlov, con la bucólica sonrisa del que no sabe nada, le advirtió que jamás volviera a ponerle un solo dedo encima y que el ganado no había querido colaborar. Dicho esto, se estiró la chaquetilla de terciopelo negro, y emprendió de nuevo el camino, seguido por Michael y Juan hasta las diligencias.
Con la noche en su cenit, decidieron salir de la ciudad y continuar la ruta, antes de que la guardia se aventurase a hacer preguntas sobre lo acontecido. Dejaron atrás la ciudad y el yermo páramo dio paso a un espeso bosque.
Una hora después de haber emprendido la marcha, un sonido sordo seguido de los gritos de sus guardias los hizo ponerse inmediatamente en alerta. En apenas unos segundos, se comenzaron a oír golpes y el inconfundible sonido de las flechas golpear contra los carros.
Cuando salieron de las caravanas, pudieron ver como era atacados por un grupo de bandidos, que aprovechando la espesura del bosque les habían tendido una emboscada.
Dos tremendas detonaciones llamaron su atención, pues las carretas habían sido golpeadas con unas ánforas de brea que comenzaba a hacer arder las partes traseras de los carros.
Michael me movió a una velocidad inhumana y desenvainando su espada atacó con fiereza a dos de los bandidos, que cayeron heridos de muerte al suelo. Pavlov deformó sus manos hasta el punto que sus dedos parecían afilados puñales de hueso y se lanzo al ataque con la mirada desencajada por la excitación.
En el carro trasero, los esclavos eran víctimas de las llamas. Gerhard que había salido por la portezuela derecha pudo ver como desde el bosque, lanzaban envenenadas flechas hacia ellos. Corriendo hacia delante observó como tanto guardias como caballos habían caído bajo las flechas de los desconocidos.
Juan, veía como los guardias del flanco izquierdo eran superados en número por los asaltantes, se concentro en su entorno y todas las sombras crecieron inundando la zona de combate. Como si la noche más oscura los hubiera encarcelado en el más profundo de los abismos.
El combate se fue recrudeciendo y tanto guardias como bandidos caían heridos de muerte. Las dos caravanas se habían convertido en enormes bolas de fuego que precipitaron que el combate se alejara de ellas.
Cuando más igualadas estaban las fuerzas entre los bandos, unos gritos desde el camino llamó la atención de todos los combatientes. Una gran caravana negra se situaba a unas decenas de metros de la contienda y un gran número de soldados se lanzaba al combate abatiendo con facilidad a los asaltantes que quedaban.
Los desconocidos vestían petos de cuero negro con un ojo dorado en el pecho y tras aplastar a los atacantes, ayudaron a los supervivientes. Juan quiso agradecer el gesto, pero no recibió respuesta y los soldados los guiaron hasta la oscura diligencia que tirada por seis enormes corceles se había adelantado hasta ellos.
Mientras observaban con cautela el imponente vehículo, el portón se abrió con suavidad y una figura descendió hasta ellos.
CONTINUARÁ...
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